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©Rosa María Ramos Chinea
LA APARICIÓN
En sueños oyó el acento de una palabra divina
Antonio Machado
Tras releer los últimos versos de la Divina Comedia, vencido por el cansancio, cierro los ojos para imaginar que algún poeta, cercano a mi realidad y distinto de Virgilio, pueda estar aguardándome en mi tránsito por el limbo de un sueño. Así me quedo dormido, con la cabeza recostada sobre la blanda almohada de mi esquelética cama. Son aproximadamente las tres de la madrugada cuando despierto con los ojos adoloridos. Un joven, con uniforme de miliciano, me mira sin mirarme. Me tiembla el cuerpo y me sobreviene el pánico. Un grito se atasca en mi glotis. Los ojos grandes del soldado miran fijamente la pared. Y una voz rara dentro de mi cabeza repite la palabra “epifanía.” No sé en qué momento escapé de tan extraña pesadilla. Lo cierto es que, aparte de la figura plomiza de aquel combatiente, tres palabras despertaron conmigo: guerra, limbo y epifanía.
Desde el exilio al que me he sometido, obligado por las circunstancias, en este año dos mil catorce, bajo los efectos de la soledad, salgo de mi habitación en este piso compartido en el centro de Madrid y me dirijo, después de un amargo café, al locutorio más cercano, ese mismo desde el que suelo hablar con Rosario, por lo menos una vez a la semana. Gugleo con toda la dignidad de mi ignorancia para esclarecer el significado más profundo de la palabra epifanía. De esta forma descubro que “epifanía” no solo alude a una manifestación religiosa, sino que también se refiere a la aparición de visiones procedentes de mundos desconocidos. Abandono el locutorio y regreso a casa para tomar un desayuno muy ligero (tan ligero como el contenido de mi parte, en la nevera comunitaria). Después de un pedazo de pan con algo de jamón, y un vaso de agua, mi mente empieza a encajar las tres palabras. Hay un soldado transitando por el limbo, que se manifiesta en una aparición, una visión venida de otro mundo. Es allí donde comprendo que mi pesadilla no es otra cosa que el resultado de una invocación. He pedido el encuentro con un poeta, y me han mandado un soldado. Pero, me pregunto, ¿puede ser el aparecido, un soldado-poeta? ¿Algún combatiente iluminado como Miguel Hernández? Y de ser así, en caso de tratarse de un soldado republicano tocado por el sortilegio de la poesía… ¿Cómo se llama y por qué se me aparece? Mi pensamiento inquieto comienza, con rapidez, su proceso de asociación: Epifanía = Aparición = ¿Aparicio?
He pasado gran parte de la noche pensando en la imagen del joven soldado. Trato de recordar las características de su uniforme. Me recuerda al de las milicias populares de la guerra civil española: gorrilla con borla, mono azul. Vuelvo constantemente al resultado de mi asociación de palabras: “Aparicio,” ya no con el significado de “aparición”, sino como un apellido que me resulta muy familiar. Me recuerda a un jugador de béisbol venezolano: Luis Ernesto Aparicio. Mi padre era un apasionado de aquel beisbolista, le fascinaba su velocidad como campocortista. El debut de Luis Aparicio en las Grandes Ligas, en los años cincuenta, fue un acontecimiento a nivel nacional. Desde los años ochenta ocupa un lugar en el Salón de la Fama del Béisbol. Ningún otro venezolano alcanzó semejante renombre en el reputado deporte. Pero yo nunca jugué al béisbol. No pude con ningún deporte. Pasé la mayor parte de mi adolescencia encerrado en mi habitación, ocultándome del ruido que producen las familias numerosas, refugiado tras mis gafas, encriptado en los libros que consumía con avidez. Mi padre nunca ocultó su desilusión. Cuatro hijas y un muchacho miope, sin aptitudes para la actividad física, disminuido por su extrema delgadez y por un timbre de voz demasiado agudo. En fin, la antítesis hormonal de la testosterona, incapaz de competir, sentenciado al más triste anonimato.
No veo la hora de que amanezca y se abran las puertas del locutorio. Justo a las nueve, ya me he aseado un poco y me he tomado el consabido café mañanero. No hay nadie en casa. Es un alivio. Algunos de mis compañeros de piso (somos cinco) no han llegado. Otros ya se han ido. Me dirijo al locutorio que a estas horas está totalmente despejado. Me siento frente al mismo ordenador de ayer. Alguien ha dejado restos de goma de mascar sobre la mesa. Siento náuseas. Desde internet tecleo con la escasa rapidez que me permite la artritis: “Origen del apellido Aparicio.” Esto es lo que salta en primera instancia: “El apellido Aparicio viene del latín Apparitio, nombre que en la Edad Media se le daba a la fiesta de la Epifanía. Se le ponía este nombre a los niños nacidos el día de dicha fiesta (6 de enero).” Definitivamente, hay un mensaje que se me quiere revelar a toda costa. Nací el 6 de enero de 1964. Entonces escribo en Google: “poeta-soldado Aparicio.” Y allí estaba su nombre, en la primera opción del buscador: Antonio Aparicio Herrero. Este tiene que ser el joven que se me apareció antenoche. Sin duda alguna. Lo delata la fotografía que muestra el ordenador: su mirada inocente, la gorrilla con borla y la presencia de Miguel Hernández a su izquierda.
La investigación sobre el poeta AAH me lleva a conocer detalles sobre su vida. Del temblor inicial que produjo la aparición fantasmal, paso directamente a un estado obsesivo que no me deja pensar en otra cosa. Comienza la desordenada búsqueda de información sobre este personaje. Me apasiona saber que Miguel Hernández, uno de los poetas que más ha conmovido mi alma, fue amigo de AAH y que compartieron presencia en el 5º Regimiento de las Fuerzas Republicanas, durante la Guerra Civil Española. AAH se topó de bruces con la guerra cuando llegó a Madrid en 1936. Como Miguel Hernández, AAH se entregó con pasión a la defensa de sus poéticos y políticos ideales. Su corazón nunca tuvo descanso. Palpitó apasionado desde su llegada al mundo en Sevilla. Aquella tarde de febrero del 37, en plena Batalla del Jarama, una bala alcanzó su cuello. Pienso que una herida, con un poco de suerte, puede salvarle la vida a un soldado, en medio de la guerra.
Al finalizar la cruenta contienda, AAH fue perseguido como tantos otros combatientes republicanos. Encontró refugio en la Embajada de Chile. Sevilla, su entrañable ciudad natal quedó atrás, y así comenzó el periplo que lo llevó a recorrer América: Méjico, Brasil, Argentina, Uruguay y finalmente Venezuela. En 1954, diez años antes de mi nacimiento, AAH llegó a Caracas, mi ciudad natal, y llegó para quedarse. Me pregunto qué acontecimiento, qué especiales circunstancias favorecieron que AAH se quedara a vivir para siempre en la bella Caracas de la época.
Entre tantas sublimes coincidencias, y con lágrimas de nostalgia por mi ciudad, leo los versos que AAH le escribió a su Ciudad Perdida:
¿Yo te perdí y me perdí al perderte?,
¿o me perdiste tú, al olvidarme?
Nunca pude aprender a no tenerte.
Lloro inevitablemente por mi propia ciudad extraviada. Caracas, tan lejana e invisible. Rasguñada por la violencia y la incertidumbre.
La poesía de AAH, como la de todos los poetas sobrevivientes, se llenó de elegías. Todas estas letras, vistas desde la distancia, conforman una queja única e inmensa, que desnuda un dolor infinito. Entonces, frente a la pantalla, aparece un verso de su elegía a Miguel Hernández:
No cesará tu rayo que no cesa,
no callarán tu voz, tu melodía
de temblorosa flauta ensangrentada.
¿Dónde habrán quedado desperdigados los desarticulados tejidos del cuerpo de mi abuelo, en aquel Ebro sangriento? Cuántas veces escuché a mi padre, también andaluz, referirse a su propio padre, que nunca pudo ser el abuelo de nadie. Pienso entonces en la elegía nunca-escrita al abuelo nunca-abuelo. Queda en la tinta oscura de mi mano el compromiso de escribirle un poema que deje constancia de su injusta ausencia, un poema, por lo menos, tan hondo y triste, como el que escribí a mi padre, cuando en 2008 se fue diluyendo entre las azules sábanas de un hospital público, allí, en la ciudad donde nací, que como mi padre, también se va convirtiendo en nube de humo en mi memoria.
Los poetas del exilio, sea cual sea la razón de su extravío, se convierten en fantasmas, apariciones esporádicas en lugares sórdidos, en bares y tabernas destinadas a los bohemios cuyas historias quedan adheridas a la amarillez de las paredes y a la madera desgastada de las barras. El fantasma del poeta AAH se ha visto en toda América, desde Méjico hasta Argentina. Su pluma inquieta viaja por las calles de Santiago de Chile. Va escribiendo antiguos dolores. Alguien parece haberlo visto sentado en el mostrador de alguna librería, con sus dedos larguísimos salpicados de tinta y un aire flamenco diseminado en el rostro. Recita de memoria tantas rimas de Bécquer como su historia de estudiante y soldado le permitió memorizar. Cuentan que soñó con Federico, cuando aquella bala rozó su cuello y que su espectro sigue esperando la nueva República Española. Va contándolo de ciudad en ciudad, recitándolo para olvidar el engranaje oxidado y humeante que dibujó la guerra sobre el cielo de su patria. También dicen que se aparece cada vez que alguien, con verdadera nostalgia, escucha una saeta cantada por el alma afligida de Antonio Mairena, porque el cante jondo es, según dice AAH, “pañuelo de lágrimas del pueblo andaluz.”
Su corazón invisible y penitente se oye palpitar cuando algún atribulado lector, con intención real, lee y relee versos de Machado.
Estoy exhausto, dejo el locutorio. El invierno de Madrid me llega al alma. Pienso en la calidez serena de Caracas, en la voz de Rosario, mi mujer, sus ojos, su tez. Entro en el primer bar que se interpone entre mis pasos y mis penas. En mi memoria más reciente resuenan esos dos versos de AAH:
¿Quién agoniza a la orilla
oscura de las tabernas?
Ay, fantasma mío, romancero-guerrero, dame un poco de luz en este abismo. Dirige, desde tus trincheras, esta obra inconclusa que es mi vida en tu tierra. Deja que sueñe contigo el color rojo de Caracas, cuando atardece. Y recítame aquellas líneas que escribiste para tu patria. Encajan perfectamente en el dolor que golpea al país que también fue tu casa:
Y entrará toda España en nueva vida
para poder de nuevo en su ribera
cuidar las rosas,
olvidar las balas
En la lista de fallecidos de las efemérides de Venezuela para el año 2000, aparece tu nombre, fantasma querido: 10 de julio. Mi padre también se fue un 10 de julio. Si alguna vez lo encuentras por las calles de Caracas, recítale estos versos tan tuyos, para que él también encuentre consuelo:
El agua quedaba herida
por un cálido temblor, una sospecha, un sabor
a nupcias, a epifanía