Casa Estallada

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©Pedro García Lorente: Gray Window

CASA ESTALLADA

Para plantar las bases de mi casa, reuní piedras de colores y conchas de mar. Sobre ellas -simétricamente ordenadas- coloqué láminas de vidrio interrumpidas por espejos circulares que reflejaran agudas miradas, besos tremendos de las bocas e íntimos rituales de la piel.

Cimientos tan delicados no consentían excesos. Cualquier desmedida que traspasara los límites infligidos, ocasionaría derrumbes irreparables. Por aquella estancia se andaba con sumo cuidado, al tiempo que se erigía un techo de hojas secas, unidas entre sí por hilos de araña y tejidos de paciencia, hasta formar una espesa red, capaz de evitar la filtración de lluvia o calor.

En aquella casa coexistía con un hombre. Él, inmenso, potente, ineludible. Yo, embriagada, abatida, extraída de sus huesos.  Una noche, sin previo aviso, comenzó a escucharse un agónico gemir. Nadie supo jamás lo que allí dentro ocurría. Si alguien tocaba a la puerta, se estremecían las paredes. Entonces yo, me escondía en mi solemne silencio de habitación cerrada. En nuestra casa nadie entraría desperdigando polvo de ciudades, sal de mares, arena, moho. En aquel extraño tiempo, había suficiente escalofrío y toda clase de humedades empañando los espejos, incapaces ya de reflejar ojos, bocas, pieles.

Hombre y yo íbamos del rasguño al puño cerrado, hurgábamos sin pausa hasta dar con nuestros más recónditos secretos. Así cada día lloraba y desesperaba, mientras los trasgos del mal danzaban su frenesí, celebrando, a carcajadas, golpes y cardenales.

Hombre y mujer-hombre y madre-hombre y señora. Más tarde macho y hembra se procuraban, sobre el lecho, perdones imposibles y desoladores. Finalmente el cansancio y el miedo minaron mi calma. Yo, mujer-madre-señora-hembra, una noche, siguiendo instrucciones de una sombra, vestí mi mejor traje: Oprimí el cuello de mi hombre-macho-varón dormido y lo estrujé con furia hasta el ahogo. Un odio antiguo salpicó las paredes. El grito ronco estremeció la última forma de realidad. Nuestro hogar estalló. Rotos los cristales, las astillas cayeron, bruscamente, sobre las caras de los hombres y mujeres que en aquella región habitaban. Lloraron los niños. Los trasgos del mal reventaron de risa. Dios había desaparecido. Demolido su reino a la par de nuestras casas. Debilitado su soplo en nuestros cuerpos.

©Rosa María Ramos Chinea

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